Pasaporte cubano: la gran herida azul.

 

  Pasaporte cubano: la gran herida azul. Con su refinado mal humor los trabajadores de la terminal aérea francesa nos apuran a ser tragados por unos pórticos que te escanean la vida de la sien a los talones.

  Antes de atravesarlos hay que quitarse los abrigos, aretes, cintos, monedas del bolsillo… a veces hasta los zapatos. Encima de todo, te indican, debes dejar a la vista tu pasaporte.

  El Charles de Gaulle es un monstruo, uno de los aeropuertos más grandes de Europa y el segundo con mayor tráfico después del de Londres. Atascada en su congestión intestinal, me entretengo en adivinar países en los bultos ajenos, y veo que los chinos viajan mucho, y los americanos; y que aquella pareja, tan joven, es de Australia, el lugar lejísimo donde viven los canguros, pero mira eso, con sus mochilas de hippies de clase media pueden igual llevarse a su niña de ¿cuatro años? a visitar un nuevo continente.

  Debe ser algo hermoso eso, sacar a tu hijo de la aldea a conocer el mundo, para que no sea luego el aldeano vanidoso ni el inocente que muerde la ilusión de creer mejor todo lo que no ha visto. Viajar no es un lujo, no. No debiera serlo en ninguna parte del planeta. Todos los grandes hombres que mi admiración puede mentar se completaron a sí mismos saliendo a buscar luces a otra parte, saliendo a absorber conocimientos en una universidad de prestigio, saliendo a colectar menudos con que armar una guerra.

  Viajar debería ser un derecho tan inalienable como el pan o el internet; porque sirve para abrir los ojos y crecer, para comprender mejor al otro y ser más humano, para descubrir y descubrirse. Para ser feliz.

  Un día —me juró con los ojos fijos en la rubiecita australiana— también yo me pondré un hijo en bandolera y saldré a alimentarle de otras culturas, otros olores, otras maneras de mover el cuerpo al compás de la música, otras maneras de componer una casa para que no parezca una caja de zapatos…

  La voz de la aduanera derrite las nubes bajo mis pies de un golpe: “este es el pasaporte más lindo del mundo”, dice, en perfecto español, mirando mi librillo de 32 páginas con cubierta índigo. No tiene un acento particular, no ha dicho asere ni nuestra mala-palabra preferida, pero sé que es cubana porque solo un cubano emigrado diría cosas como “quién se comiera ahora una croqueta con masa de croqueta de la bodega”.

  ¿Qué coño hace una cubana trabajando en un checking francés?, pregunto en voz baja en los pasillos de mi mente y allí mismo Frank Delgado tararea una posible respuesta: yo vivo en una isla antena que emite gente para todas partes, seremos los nuevos judíos… qué cosa locaaaa.

  Miro a mi paisana y le sonrió conmovida; qué le voy a ripostar al gorrión de esta mujer, yo, que solo quisiera que su acceso de nostalgia fuera verdad.

  Pero la verdad es que “lindo” no es la primera palabra que me viene a la cabeza cuando guardo mi documento para emprender el regreso a casa. Para ser sincera podría escoger calificativos como caro, abusivo, efímero; incluso lastre, usurpación… para todos los cubanos que se fueron de Cuba después de 1971, el pasaporte nacional es el eterno chantaje que deben dejarse tender irremediablemente si quieren volver a visitar su país.

  En cifras frías no parece el cubano el pasaporte más excesivo del mundo; según un estudio del buscador y comparador de transportes de Europa GoEuro, en estricto valor monetario es el de Turquía el más costoso del planeta con su precio de 238 dólares o 216 euros. Lo que pasa es que ya sabemos que un dólar en Estambul no es lo mismo que un dólar en La Habana.

  GoEuro lo sabe también, por eso centró su estudio en las horas que debe trabajar un ciudadano con salario mínimo para poder pagar el pasaporte de su país. En el ranking mundial el diapasón se abre desde Suecia, Noruega y Emiratos Árabes Unidos, donde una persona solo necesita respectivamente una, dos y tres horas de labor para adquirir el documento; y va hasta el caso crítico de Liberia donde, suponiendo que se trabajen ocho horas diarias, son necesarios los honorarios de 35 días.

  ¡Treinta y cinco días!, se asombra GoEuro declarando al de Liberia como el pasaporte más caro del mundo… La cosa es que Cuba no aparece en el estudio.

  Nuestro records hace palidecer a Liberia, donde sea que eso quede: CUATRO MESES. Unos ciento veintitantos días “pinchando” para poder tener el verdaderamente más caro pasaporte de la humanidad.

  Y todo para que a los dos años tengas que pagar un invento llamado prórroga, una suerte de cuño actualizador cuya única función evidente es volver a sacarle dinero a la persona.

  La mayor parte de los pasaportes del mundo tienen una duración de diez años. Cuba solo cubre seis, pero lo que realmente la distingue de los órdenes internacionales es la susodicha prórroga, que debe hacerse dos veces durante el tiempo de vida del documento.

  Para los residentes en el país, las prórrogas tienen un costo de 20 CUC (equivalente al dólar); pero es fuera del territorio nacional donde todo se hace más difuso y gravoso. Por poner solo cuatro ejemplos de lugares donde es abundante la comunidad de migrantes cubanos: en España un pasaporte cubano nuevo cuesta 180 euros y la prórroga otros 90; en Estados Unidos el documento vale 350 USD y la actualización 180; en Ecuador 206 y 100; y en Argentina 230 y 116.

  Dos conclusiones estallan de la parrafada numérica anterior. La primera: a diferencia del orden de las cosas en el resto del mundo, el estado cubano no sostiene un precio único para su pasaporte y se atribuye la potestad de poner cifras a diestra y siniestra para sangrar a la gran masa de emigrados que, por sus mismas disposiciones arbitrarias, no pueden entrar al país con otro pasaporte que no sea el nacional, ni siquiera siendo ya ciudadanos de otros países.

  La segunda: un pasaporte cubano sacado en Estados Unidos, España, Ecuador o Argentina va y le gana con creces al de Turquía para posicionarse, también, como el de más elevado valor en un análisis en bruto.

  Sería interesante saber cuántos miles de miles de dólares recauda cada año este país por concepto de trámites migratorios. Y mucho más lo sería enterarnos de qué se hace con todo ese dinero escamoteado, en una abrumadora mayoría, al dolor y la nostalgia de la familia dividida por la emigración.

  Alguien siempre se atreverá a decir: “es dinero para el país, somos pobres, de algún lado hay que sacar para la salud y la educación gratuita”. Y a mí otra vez me dolerá en lo más hondo que a estas alturas todavía haya quien esgrima esta interpretación mutilada de “el país”; como si ese otro fragmento del espíritu nacional que es la Cuba emigrada no nos competiera en lo más mínimo, como si se tratase de extraños, extranjeros, “ex-cubanos” a los que hay que cobrarles algún pecado; o como si no estuviéramos desde hace años todos, gobierno y pueblo, viviendo además de sus remesas.

  Sí, somos pobres, pero lo somos sobre todo y mucho cuando dictamos o toleramos políticas fragmentadoras de la verdadera unidad nacional; cuando valoramos justo el sacrificio de la familia cubana porque proporciona ciertos dineros. Cuando sembramos en nuestros hermanos el rechazo por volver, solo porque es una postura rentable.

  Quizá de todas las cifras esa es la que más me agobia; el número fantasma de los cientos, acaso miles, que habrán decidido ya a estas alturas no venir más, no transar con un centavo más, no hacerle el juego al abuso.

  Esos sacarán el cálculo certero de que, con mucho menos dinero que el que les supone un viaje a su Cuba, pueden irse incluso a Europa a vacacionar. Y allá volarán, con cualquier otro pasaporte, aunque muy adentro por barato que sea no les parezca de veras el más lindo del mundo.

Progreso Semanal/ autoriza la reproducción total o parcial de los artículos de nuestros periodistas siempre y cuando se identifique la fuente y el autor. (autora: María Antonieta Colunga Olivera • 24 de enero, 2017)

RD/MH,24-01-2017,Madrid

 

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